lunes, 30 de enero de 2017

Pepi, Luci, Bom y otras chicas del montón (1980). La primera escena almodovariana: Violación del macho patriarcal



Explicación en fotogramas de la primera escena de Almodóvar, en la que se produce una violación del macho patriarcal contra la joven:


















Ésta es la primera película comercial de Pedro Almodóvar. En ella se ilumina a la perfección la decadencia española y el uso maléfico de Almodóvar en su propio beneficio para presentarse como egregio y rompedor.

La película, de bajo presupuesto, está ambientada en la Movida madrileña, con un sentimiento vinculado a la España posfranquista, en la que se pretendían disolver todos los tabúes sociales y todas las represiones sexuales que había impuesto la dictadura franquista en 40 años de existencia.

Así, este páramo de libertad absoluta ramificó una decadencia ciclópea a nivel social y humano, como por ejemplo el alto grado de drogadicción que engendró miles de muertes anónimas, por la heroína especialmente, y la sevicia sexual que se trasladó a las calles y los locales, con prostíbulos de esclavitud, prostitución callejera coactiva, rameras al servicio de proxenetas sádicos o yonquis capaces de todo por una dosis.

Este clima infecto estaba concentrado en una sociedad enferma que para nada estaba concienciada en materia de violencia de género, abusos sexuales, violaciones y violencia en general, y que supuso la creación de un ambiente amoral donde todo tenía cabida, por muy enfermo o perverso que fuera.

Para comentar esta película, empezaremos con la primera escena en la que se produce una violación: la escena por antonomasia de Pedro Almodóvar.

Pepi, una de las protagonistas, encarnada por Carmen Maura, es una muchacha veinteañera, inquieta y de carácter alegre. Está en su casa pegando cromos en un álbum, y de repente, el film nos muestra la imagen subliminal de Superman, como si ella buscara, con deseo inconsciente, la necesidad libidinal de desahogarse con un macho alfa. Suena el timbre y un hombre cincuentón, trajeado, con corbata, alopécico, poco atractivo y con un aire de perdonavidas que resulta emético accede a su casa y enseña su credencial de policía. Pepi asegura que es miope y necesita una lupa para ver la misma, pero él retira con violencia su credencial y con una voz despiadada atenaza la situación, reverberando la desemejanza en el rango de poder: ella, la pobre chica débil, y él, el macho dominante.

El policía, interpretado por Félix Rotaeta, es hosco y dictatorial, prototipo andocentrista del régimen patriarcal tiránico. El policía comenta que ella tiene plantas ilegales de marihuana y por ello dice: “Es droga, ¿crees que me chupo el dedo?”, y ella contesta: “¿Y hablando de chupar? ¿Qué te parece este conejito en su salsa?”, con una mirada erógena, una sonrisa que desnuda a sus dientes y moviendo una sábana de color verde, lo que provoca que el policía envicie su mirada, recoloque su corbata y humedezca sus labios de forma sugerente y perversa, replicando lo siguiente: “Así a la vista, de rechupete…”, con una entonación sádica.

Después, Pepi le seduce para que no la denuncie, y a cambio de ello, puede fornicar con ella, aunque afirma que no va ser gratis, así que el policía le comunica que si no dice nada del encuentro sexual que van a tener y coloca las plantas en otro lugar, todo queda zanjado, por lo que Pepi acepta con algo de resignación.

Pero lo que sucede es que Pepi es virgen, y ella le ruega que la penetre analmente. El policía dice: “¿Te vas a hacer la estrecha?”, y ella contesta: “No te importa probar por detrás, es que estoy más acostumbrada”, sin embargo, el madero replica: “¡Degenerada!”, y ella responde: “Es que soy virgen y no quiero perder la honra de momento”. El polizonte afirma con tono grave, de poderío machista, lo siguiente: “Cierra el pico, muñeca, que yo hago las cosas cara a cara”, con una inflexión grave de macho absorbente, y después, la penetra con el testimonio sonoro de un grito berroqueño de la muchacha, lo que refuerza la idea de superioridad del bellaco sin escrúpulos.

El madero, después de penetrarla, con un tono que incita a la risa dice: “Joder, jamás habría creído que eras virgen”. Esta escena rubrica la violación bautizada en la diferenciación de poder. El policía maduro ajusticia su propia pulsión sexual contra una joven desviada, y ella muestra en todo momento una tenuidad hacia su cuerpo y su dignidad de mujer que asusta, no parece el rol de una mujer con personalidad y amor propio, sino, más bien, la visión varonil introyectada en un personaje femenino, que busca en su propia veleidad deontológica de mujer su demonización intelectual y moral.

La escena bifurca dos personajes: el macho adulto por un lado, con su actuación bosquejada desde el poder patriarcal superior, donde él representa al padre de la ley, siendo el valor dialéctico masculino quien, con jurisdicción eximia, controla toda la situación espacio-temporal, avasalla en todo momento y tiene el arbitrio para ejercer a su voluntad la denigración y la posesión del otro cuerpo, el femenino; y por otra parte, la debilidad de lo femenino, con una exhortación enferma de su dignidad asesinada, pues vende su cuerpo con absoluta ataraxia, se exime a tener un diálogo profundo consigo misma acerca de su probidad como mujer, y es usada, como objeto sepultado desde la cosmovisión androcentrista. Se mitifica la relación del hombre vetusto y la púber lujuriosa.

El madero, después de penetrarla, con un tono que incita a la risa dice: “Joder, jamás habría creído que eras virgen”. Esta escena rubrica la violación bautizada en la diferenciación de poder. El policía maduro ajusticia su propia pulsión sexual contra una joven desviada, y ella muestra en todo momento una tenuidad hacia su cuerpo y su dignidad de mujer que asusta, no parece el rol de una mujer con personalidad y amor propio, sino, más bien, la visión varonil introyectada en un personaje femenino, que busca en su propia veleidad deontológica de mujer su demonización intelectual y moral.

La escena bifurca dos personajes: el macho adulto por un lado, con su actuación bosquejada desde el poder patriarcal superior, donde él representa al padre de la ley, siendo el valor dialéctico masculino quien, con jurisdicción eximia, controla toda la situación espacio-temporal, avasalla en todo momento y tiene el arbitrio para ejercer a su voluntad la denigración y la posesión del otro cuerpo, el femenino; y por otra parte, la debilidad de lo femenino, con una exhortación enferma de su dignidad asesinada, pues vende su cuerpo con absoluta ataraxia, se exime a tener un diálogo profundo consigo misma acerca de su probidad como mujer, y es usada, como objeto sepultado desde la cosmovisión androcentrista. Se mitifica la relación del hombre vetusto y la púber lujuriosa.

De esta forma, la primera dramaturgia con la que Almodóvar llega al público es una violación. Convirtiendo al espectador en un voyeur sádico, y dirigiéndose, especialmente, a ese hombre experimentado que cumple su fantasía sexual al contemplar una exposición dramática, donde el sujeto añoso se impone y viola a la joven exánime y de temperamento lúbrico.

La teoría psicoanalítica es muy clara a la hora de definir el complejo de castración como marco teórico para esclavizar a la mujer y someterla a la subordinación extrema por debajo del hombre, y toda esa base terminológica tiene su génesis en la disimilitud de dimensión genésica: según la teoría freudiana, la niña envidia ese pene que el niño tiene, y se siente objeto de una iniquidad impuesta.

Como bien define Sigmund Freud, “la anatomía es el destino”[1]. El diccionario freudiano apuntala la injerencia en la desigualdad sexual, en la que sitúa al niño en una posición superior, al mismo tiempo que decrece a la niña en la categoría de sumisión. Él es el poseedor del órgano genital supremo: el pene, y por tanto, sólo tendrá miedo de perderlo al ver como la niña ha sido castrada de ese miembro viril, símbolo de máximo poder. Ella, al ver el pene se siente tullida y envidiosa, anhela ese pene del que cree ha sido despojada, y de ahí, según el axioma freudiano, se explica su obediencia desorbitada al varón, y una creación de su conciencia moral muy flemática con respecto a la unidad masculina.

El ideario freudiano remarca, además, que la mujer que no acepte su castración podría tener dos salidas: o bien, la homosexualidad como depravación, masculinizando su integridad, o bien, la represión de toda su sexualidad. La homofobia de Freud se funde con su tendencia capciosa de encerrar a la mujer en un sistema de reglas androcentristas, donde debe arrogar al principio de castración exigido, para desdeñar su propio delirio o su masculinización, subsumiendo su debilidad por el tamaño genital, y subrayando su posterior envidia de pene, aunque dicha tesis sea una mera hipótesis[2]:


“La vagina y el clítoris son vividos por ambos, en la etapa fálica, como la castración del único genital que en última instancia es considerado como tal en este nivel infantil, el falo. Al miedo del varón ante la posibilidad de castración, comprobada entonces en la visión genital femenino, se lo llamará angustia de castración, y es aquella de la que se defenderá, principalmente el yo del neurótico adulto con los mecanismos de defensa inconscientes, origen de rasgos de carácter y síntomas neuróticos. En la niña la aceptación de la existencia de la castración origina el complejo de castración por excelencia. Fundará su yo basado en esta (sentida por ella) mutilación. Esta situación originará sensación de minusvalía, dependencia extrema, la constitución de su superyó será más lenta, no estará acuciada por la urgencia de la angustia de castración. Freud señala que en la mujer hay dos caminos principales en su evolución sexual: 1) La represión de la sexualidad en general. 2) La no aceptación de la castración, conducente  a  la masculinidad en el carácter, o a la homosexualidad como perversión”. 


La escena clarifica que ella es una burda meretriz, pues quiere vender su virginidad, y como consecuencia de ello, no se niega a ser penetrada por el madero sino que quiere que la penetre analmente, porque quiere vender su dignidad por 60.000 pesetas. Pero Almodóvar usa esa ligereza moral para accionar una abominable violación enlosada en vileza, que pone de manifiesto quién es el que tiene el poder, penetrándola con despotismo y patentizando que el acto sexual se hará a su manera, pues él tiene el poder.

Finalmente, la violación es presentada como una apología hacia el macho dominante, que puede violar, y debe hacerlo, pero sólo si regenta internamente una personalidad fuerte como la del policía, sobre todo en situaciones de debilidad en la mujer, escenificando la exposición de la desigualdad en la correlación de fuerzas internas que hay entre el abusador y la abusada.



[1] Freud, S. (1985). Sobre la más generalizada degradación de la vida amorosa. En O. C. vol XI. Buenos Aires. Amorrortu Ediciones.

[2] Valls, José Luis. (2008). Diccionario freudianoDiccionario conceptual sobre temas de la obra teórica y Clínica de Sigmund Freud. Buenos Aires. Gaby Ediciones.





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